Crimen organizado: otro año perdido. Por Jorge Bofill
Cuando se vuelve la vista atrás para evaluar los avances en materia de institucionalidad en la lucha contra el delito en los años recientes, lamentablemente el panorama se ve oscuro.
La reciente creación del Ministerio de la Seguridad, orientado a generar capacidades de coordinación policial y de inteligencia, tras 18 años de tramitación legislativa, es por ahora un avance en el papel, que no será posible evaluar hasta que se instale y comience a operar. Eso no ocurrirá antes de que termine la primera mitad de este nuevo año.
Mientras tanto, la situación solo ha empeorado. La principal noticia del año recién pasado fue el incremento de la delincuencia y la debilidad institucional para enfrentarla. Para muestra, un botón: el exsubsecretario del Interior y quien era el principal candidato para encabezar dicho ministerio está privado de libertad y utilizó aviones de Carabineros y recursos de inteligencia de la policía civil para sus fines personales.
En materia criminal, las bandas internacionales completaron un año más de instalación en suelo chileno sin que ninguna de ellas haya sido desarticulada.
Y, mientras tanto, cada día el crimen organizado se cobra un precio muy alto en vidas quebradas y familias destrozadas. Además, como han apuntado diversos expertos, es un negocio ilegal que limita el crecimiento, alienta la desigualdad e inhibe la inversión. Un reciente informe del Banco Interamericano del Desarrollo calculó en un 3,44% del PIB el costo del crimen organizado en los 22 países de América Latina. Aunque para Chile el costo estimado es un poco más bajo —2,4% del PIB—, se trata de una cifra enorme, que supera con creces el presupuesto de varios ministerios.
El avance sistemático del crimen organizado es el resultado de años de políticas públicas inconsistentes entre sí y sin continuidad en el tiempo. Y, también, de una mirada ideológica que subyace en la desconfianza que no pocos en la coalición gobernante tienen y mantienen respecto del ejercicio monopólico —y, por lo demás, legítimo— de la fuerza estatal frente al quebrantamiento de la ley.
Entretanto, las instituciones a cargo de diseñar las políticas públicas son cada día menos valoradas por la ciudadanía y las encuestas muestran una abrumadora desaprobación del Congreso, los partidos políticos y del Poder Judicial. Acerca de este último, más de un 90% de los encuestados manifiesta desconfianza en sus métodos y fallos. Y, más allá de los números, esas encuestas reflejan algo peor y mucho más grave, como es la pérdida de confianza en las instituciones que constituyen la base del sistema democrático.
Es la clase política en general la llamada a rectificar y buscar con urgencia la forma de recuperar la confianza institucional en Chile, ya que su deterioro está en la base del aumento de las mafias que controlan territorios. Pero, en rigor, en esta materia no hay secretos ni misterios.
En materia legislativa, probablemente la única gran prioridad es una reforma efectiva y eficiente del sistema electoral. Lamentablemente, de lo que dan cuenta los medios de comunicación es que los parlamentarios están díscolos ante un proyecto de ley que apunta a concretar las modificaciones necesarias para contar con partidos políticos fuertes. De ese proyecto depende en buena medida la gobernabilidad de Chile y la posibilidad de que los próximos presidentes de la República cuenten con mayorías parlamentarias.
En todo lo demás, lo urgente es que se apliquen las leyes existentes. Sin complejos. Sin temores. Sin ideología y sin prejuicios. La tarea es, ni más ni menos, que la recuperación del territorio nacional que hoy está en manos de mafias ilegales, incluyendo, por cierto, las cárceles. Como solía decir el expresidente Ricardo Lagos, que funcionen las instituciones. Nada más.
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